Pues…, si. Llovía cuando abandoné Segorbe, a las 6,30
h. de ayer sábado. En Valencia también llovía. Pero dejó de hacerlo cuando viajábamos
por Sueca en dirección a Cullera.
Cullera. La visité por vez
primera en el año 1975. Y me gustó su estampa, entre tierra y mar. Su caudal de
sol. En la tierra, arrozales, acequias y canales. Cañaverales, luciendo sus blancos plumeros…. Estuve por el
“estany”. Y entre huertos de naranjos, el azahar!!
Y subí por un camino blanco al
calvario…. Y vi el mar, su enorme pincelada azul, alguna barca pesquera y a lo
lejos un buque, en viaje hacia no sé
donde… Y el faro, que dicen “alcanzaba once millas”…
Entonces no se hablaba de
senderismo. Ni se hacía. Nuestras montañas eran escuela para actividades
mayores. Estuve en el castillo, que fue una de las mejores defensas del reino
moro de Valencia. Y en el en santuario, donde se venera la imagen de la Virgen del Castillo o de la Encarnación. Data
su aparición en tiempos de los primeros cristianos, cuando gobernaba estos territorios el
emperador Justiniano. Nos dice Carlos Sarthou que su “culto se extendió mucho
en el siglo XVIII entre la gente marinera de esta región”.
En este sábado, mientras el
tiempo daba sus bocanadas con cielos neblinosos, caminando con mis amigos por
el PR-CV336, entre Buenavista, el 2º Collado y arribando a la solitaria playa
del Dosel, recordaba aquellos lejanos 37 años. Cuanto ha cambiado
desde entonces Cullera. La contemplamos subyugante, una tentación en verano por
sus buenas playas, de finísima y dorada arena.
Llegamos al Faro y el PR se
enfila hacia la montaña. Eso sí, pasando por la desnivelada urbanización del
Faro, con sus dominantes bloques de viviendas. Pero las vistas se iban
agrandando, fijándola en los inmensos arrozales inundados por el agua, formando
un inmenso embalse, donde se reflejaban las nubes, la ermita dels Sants de la Pedra, y alguna casita coquetona con su pincelada
blanca. Pero también el trabajo de los huertanos enriqueciendo la tierra.
Llegamos a la montaña. Una
montaña para emocionar. Salió el sol. Caminábamos por el sendero, entre una
cohorte de arbustos, entre la tierra roja y un roquedo sumamente poroso. Observamos
los perfiles de la montaña por la que avanzábamos, sus contornos, las
instalaciones que registra. Abajo los rascacielos, los hoteles, los manchones
arenosos de las playas desiertas, los barrios adosados a la montaña…
La montaña olía a humedad, a mar, a soledad… Éramos once senderistas. Y nos encantaba pararnos, dominando, a vista de pájaro, el mar y la costa, el interior, con su pléyade de arrozales como balsas
inertes entre reflejos plateados y azules. Pasamos al lado del radar
metereológico y llegamos a las ruinas del Fort. La atmósfera se había clareado
en la pequeña distancia, pero se emborronaba con manchones cenicientos a lo
largo de la costa, hacia la albufera y hacia Gandía.
Paramentos y ruinas de la antigua
muralla. Y un magnífico sendero que nos aboca, bajo el alhumajo de una grácil pinada,
en el castillo y en el santuario, que dominan tanto la antigua villa como la
moderna Cullera. El sol hacía resplandecer el santuario y la robusta torre de
las campanas, con su cúpula de tejas
vidriadas de reflejo cobrizo.
Seguimos bajando por el camino
del Calvario. Vimos cerca la torre de la Reina
Mora, que formada parte de la fortificación del castillo.
Allí está una ermita, consagrada a Santa Ana.
Y bajo la enorme rotulación de
“Cullera” -pintada nívea en la montaña-, que por la noche resalta con su
iluminación artificial, recuperamos el
sendero, que nos encamina hacia el
cementerio, desde donde partimos casi cinco horas antes, mientras con la vista
nos recreábamos viendo el curso calmoso del río Júcar y el fondo lechoso de los
campos de arroz.
-Pues yo Luis a esta ruta le
pondría cuatro estrellas.
-Una ruta muy maja, y con este
tiempo, ha resultado fantástica.
Mientras valorábamos la
espléndida ruta de La Lloma,
nos aposentamos en el Club Náutico. Unos riquísimos platos los rondamos en un
ambiente de cálido divertimento, donde Rafa se erigió en protagonista
absoluto, contando sus divertidas
anécdotas, derramando el regocijo entre los presentes. Y es que “todo”
contribuyó para relumbrar una placentera ruta dorada por mil detalles en una
Cullera otoñal.
Y, amig@s, a esperar la siguiente,
que ya la tenemos a la vuelta de la esquina…