GENEROSOS AMIGOS QUE ME SIGUEN

El Tiempo en Segorbe. Predicción

El Tiempo en Segorbe

jueves, 28 de mayo de 2009

Color y sabor en mi tierra


Con las cerezas, claro. Y en torno a ellas, la fiesta. Celébrase en Caudiel, población situada al pie de su sierra, en mi comarca. Una digna conmemoración que identifica una de las actividades agrícolas de mayor relieve de Caudiel, como es la recogida de la cereza.

El origen de este evento fue así: Cuando concluía la campaña de recolección, los mozos y mozas de esta población, distribuidos en cuadrillas, se reunían para rubricar mediante una comida el final del laborioso trabajo y la abundancia de este preciado fruto.


La cereza es el emblema de Caudiel. El año 1998 se instituyó la fiesta, que destaca por su singularidad y nivel de participación. Sus objetivos son “dar a conocer fuera del municipio de Caudiel este exquisito fruto, así como su rica gastronomía, su diversa artesanía, el folklore, las actividades de muchas de las asociaciones locales y, sobre todo, pretende potenciar el turismo, dando a conocer los numerosos monumentos y lugares emblemáticos, así como difundir y mantener las costumbres y tradiciones más arraigadas como señal de identidad de nuestro pueblo”.



La plaza Nueva es centro de las paradas del mercadillo artesanal. Variado, colorista y atractivo. Dulces, miel, aceite. Cerámica, textil, esencias naturales, quesería, embutidos… Además, meritorias manifestaciones de los atractivos y productos propios de Caudiel, luciendo las cerezas el color rubí en los puestos de venta, ordenadas en el acogedor regazo de cestitas y cestos. Ocupa, asimismo, un lugar de honor la repostería, entre panquemados, la típica torta de higos, las tortas Cristina, a base de almendras, la bolla de migas de miel y el mostillo, un dulce que se elabora con miel, nuez y almendra.

La colaboración de los vecinos hace posible la elaboración de la típica y comunitaria comida, que es la olla. Unas 3.500 raciones se sirven a partir de las dos de la tarde. Y la plaza España es el epicentro de su degustación, con tragos de buen vino o cerveza.


Este año la fiesta se celebra el sábado, 6 de junio. Y como destacan los vecinos: “Tres cosas tienen Caudiel/que tenéis que degustar/, nuestra ollica de pueblo/las cerecicas y el pan”.

martes, 26 de mayo de 2009

Aromas de El Toro


Esta mañana he visitado la sierra de El Toro y me ha recibido con sus aromas y colores, con su singular paisaje y con su conservada naturaleza, tapizada de sabinas centenarias. Antiguos caminos y sendas forman un entramado eficaz para el excursionista, aunque hay sitios donde van perdiendo su trazo, invadidos por las disímiles fauces de los arbustos.

Es una sierra hermosa. El valle de la Musa es ahora un festival amarillo. Multitud de retamas han florecido y todo el angosto valle derrama su más pomposo lustre, radiante con sus pinceladas gualdas.


Recorro el barranco de la Umbría. Las nubes cabecean entre los acordes de sol. Hay una romanza de colores por el barranco, dulces tonalidades primaverales, vibrantes venturas de escaramujos, lirios, hierbas de San Guillermo, tomillos… Las arañas tienden sus argénteos hilos. Y todo el aire se llena de aromas. Cálidas vaharadas de sabinas rastreras y ajedreas flotan cálidamente, penetrando en los pulmones del caminante.


La quietud reina en la vaguada, bamboleándose entre la exultante vegetación del vallecito y retrepando sobre los riscos altaneros.

La soledad queda alterada por la agitación de los insectos, zumbando por todos los lados.



Al final del barranco me espera el estallido rocoso de la Peña Juliana. Es la soberana del barranco del Resinero por este tramo. En su cabecera lo son las Peñas del Diablo, y en el tramo de su desembocadura en el joven río Palancia, es la carismática Peñaescabia la que domina todo el paraje natural municipal de Bejís. Alzase como mágico surtidor calizo sobre unos de los parajes más bellos de la comarca del Alto Palancia.

jueves, 21 de mayo de 2009

¿Abuelo, nos traerás moras?


A medida que va avanzando la primavera, algunas flores van extinguiéndose tras cumplir con su etapa floral, a la espera de nuevas primaveras. Las amapolas, no. Las amapolas siguen vivaces con su intenso y puro colorido, adornando con su fragilidad caminos y campos. Me admira esta flor. Destaca enseguida en cualquier lugar que esté. Sola o en multitud. En ambos casos, enmarca su ardiente pigmentación roja-anaranjada. De lejos y de cerca. La amapola solitaria, en el flujo de un inmenso trigal, es motivo fotográfico. Y qué fotografías se obtienen para dicha de sus creadores. ¿Y los pintores? Ahí están las amapolas de los geniales pintores Van Gogh y Claude Monet, fruto de sus estancias en la naturaleza, convirtiéndose en los temas de sus lienzos.

Pronto aparecerá otra flor en la constelación primaveral. Ahora, en mis paseos vespertinos, observo que su receptáculo tiene un tamaño pequeñito, con su fina envoltura de un verde tierno. Los ribazos y el monte bajo se cubrirán de blanco, como inmaculados vestidos de novia. Me refiero a la flor de la zarzamora. Aunque hay rosadas, prefiero las blancas. Son hermosas y creo que nos fijamos poco en ellas.

Ya lo dice la copla “¿Qué tiene la Zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones…?”. Claro, la cantante tenía “los ojos como las moras”. La flor y el fruto.

Y cuando asome el fruto, mis nietas me dirán:

-¿Abuelo, nos traerás moras?

-Claro que sí, mis niñas.

Y recojo las mejores, las más brillantes, las más gordas, las más ricas….

Y cuando se las comen, me encanta ver sus lindos labios pintados de púrpura, en contraste con sus sonrosadas caritas.

domingo, 17 de mayo de 2009

Por el río Torrijas


Desde Manzanera me adentro por la senda fluvial del río Torrijas. La cebada estira sus espigas verdeando los campos. Las amapolas pintan de rojo los ribazos y cuatro labradores riegan los patatales, humedeciendo el agua la simetría de los surcos y caballones. Frutales de hueso salpican las huertas. Paso al lado de un parque multiaventura, con sus torres, puentes, tirolinas, columpios…, todo un sistema de atracciones para que los pequeños disfruten en los dulcificantes estíos, llenando el espacio con sus voces de emoción.


Hierbajos de flor blanca se escampan por los terrenos baldíos. Son las bezas, que se escurren por los ribazos y se cuelan entre la cebada. Marciales chopos sombrean el paraje donde confluye el río Olmos con el Torrijas. Son chopos de elegante porte, frondosos, donde se escucha a gusto el liviano retozo de la brisa. Junto a una conexión de caminos, está la fuente del Bombero, resguardada por un frontis triangular.

Sigo el curso del Torrijas en sentido contrario a su corriente. El valle es una verdadera delicia contemplativa. El tierno verde primaveral teje arboladuras terciopeladas. Y un silencio orquestal baja de los cerros circundantes y el recorrido, junto al río, se convierte en un regalo impagable para el afortunado caminante. Un majuelo estampa su ofrenda floral. Globuloso y reluciente, se engalana con su dinámica blancura, cobijo exultante para las laboriosas abejas. Bajo el arbolito las ortigas acolchan el suelo. Han crecido resueltas, favorecidas por la virginal frescura del río.




El paseo es grato a las sombras de las choperas, arrullado por el melodioso rumor del río, desgranando pespuntes de plata; el canto pajaril es como un tributo de amor a la hermosa y bonancible mañana, y un poste vertical del PR señala direcciones distintas, a Manzanera, al balneario El Paraíso y al cerro Pelado.

En los gruesos troncos de los chopos los líquenes han perfilado formas arabescas con su caligrafía azafranada, y la hiedra se aferra a la corteza aguirnaldándola en actitud escaladora.



Adornando las riberas del río los cerezos apremian su altura, acaso no deseando ser achicados por sus vecinos los chopos. El fruto, en su pequeñez, aún está verde. Sobre los cercanos cerros, que desentrañan ocres y verdes pinariegos, media docena de buitres recortan sus vuelos en la azul transparencia del cielo.



Pasando Los Cerezos me detengo cuando el río Paraíso tributa sus aguas al Torrijas. Otro día me acercaré a sus primeros andares entre una geografía lírica, donde están los pinares y las sabinas. Y me vuelvo a Manzanera. Desde la villa sigo el camino viejo de Los Olmos y al coronar un alcor me detengo para ver Manzanera, una preciosa postal con su iglesia, dedicada a San Salvador. Formando cuerpo con el templo se yergue la torre campanario, embellecida por un remate almenado. Y la imagen me recuerda que Manzanera fue primer premio nacional “Conde de Guadalhorce” en 1971. Así lo anoté en mi libro “Viaje a la sierra de Javalambre”.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Andar cada tarde


Me gusta pasear. Lo hago casi todas las tardes. La primavera y el otoño son las estaciones en que más reitero estos paseos. Son paseos por el campo, alrededor de mi ciudad, entre huertas, andando plácidamente por los caminos, los viejos caminos de mi tierra con sabor a leyenda.

Los colores de los campos lucen todo su esplendor. Son colores vivos, exultantes, apoteósicos, vírgenes.


Hay huertas abandonadas en demasía. Y donde antes se cultivaban hortalizas y legumbres, ahora crecen libremente las hierbas. Y rodean como anillos los troncos de los árboles frutales. Y va creciendo el ocaso en estas huertas mimadas en otras épocas.

Aún así me gusta mirar estas huertas con su faz melancólica. Y andar cada tarde por los caminos de tierra, observando el brillo nacarado de las aguas que corren por las acequias, susurrando melodías de vida y esperanza.


Los ribazos muestran toda su intensidad polícroma. Ahora, en mayo, la visión de las flores es jubilosa, mágica manifestación de cálices y corolas, solemnizando como heraldos la primavera. Y disfruto reteniendo la vista en cada tonalidad, en su frescura, en su gracia y candor.



Las huertas están bañadas de color, y su tristeza parece apagarse en esta hermosa estación, donde triunfa la poesía de la naturaleza, donde los jilgueros recrean con sus melodiosos cantos sus epitalamios de amor entre las frondas de plata de los olivos.

sábado, 9 de mayo de 2009

Los centinelas de piedra del Port

Todo el macizo del Port y de la Tinença de Benifassà me atrae tanto que no puedo pasar de visitarlo de vez en cuando. Su imponente relieve, los colosales centinelas de piedra, los picachos y agujas que alzan su grisáceo filo sobre los maravillosos bosques y la salvaje aspereza de los paisajes geológicos de notable magnitud, son emblemas que cautivan vivamente al espectador.


El buen tiempo me acompañó en mi incursión por este espectacular escenario de la naturaleza. Eran las 9 de la mañana y dejo la carretera TV-3421 en el km. 12, en dirección a Mas de Barberans, desde La Sénia para tomar un camino que se introduce, flanqueado por cuidados campos de olivos, en el barranco de la Vall (Galera). Camino hacia el corazón del Parque Natural dels Ports, entre un paisaje agreste y fabuloso, dominado en este tramo inicial por la Mola del Fenollar y la Punta de la Llobatera.



Cruzo un puente de madera sobre el barranco de la Vall y un cartel me informa de un circuito de 1 km. por la canal d’ en Marc, destacando sus “formaciones geológicas de gran interés paisajístico”. Es un barranco rocoso y lo sigo por un sendero. La hondonada es formidable. Camino bajo la supremacía de las calcáreas murallas, mostrándose una bella sucesión de rincones y cavidades, destacando la cova d’ en Marc, abierta bajo los acantilados, y una pequeña alberca alimentada por un salto de agua, que crea bastante verdor en su regazo. En su recorrido circular el sendero me lleva al Forat de l’Abella, una gran ventana abierta en la roca, apreciándose toda la escenografía de estos mágicos rincones, con toda la realeza de dichas “formaciones geológicas”. Y desciendo nuevamente a la pista para seguir la ruta, y descubro una airosa aguja de inexpugnable figura. Es el Bisbe, que emerge, entre monolitos moldeados por la erosión, en el Racó dels Capellans, formando una singular y enérgica concentración que confieren protagonismo al valle, entre angostas y desprendidas incisiones y hendiduras que entallan estas murallas, donde crece una frondosa vegetación.



Unos excursionistas me llevan afablemente en su vehículo y me dejan cerca de la casa forestal. Bebo en la fuentecilla del blanco edificio, sombreada generosamente por la cohorte de esbeltos cipreses. Tras un corto tramo de subir por la pista, me adentro en el bosque por un sendero señalizado con pintura roja y que comunica con el mas del Barro. Disfruto andando por la espesura, que tamiza la luz del sol. La vegetación es variadísima, entre carrascas, bojes, acebos y pinos, conformando auténticos túneles de verdor. En las diminutas hojas de los bojes el sol bordaba lentejuelas de plata, brillantes.



En un despejado promontorio del inclinado terreno observo con delectación la cresta de las Mirandes, de la que sobresale la Joca, una extraordinaria y redondeada aguja recortándose gallarda sobre los encrespados murallones. La roca está decorada por bandadas de vegetación, escalando por las vertiginosas paredes. Abajo, a los pies de estas grandiosas paredes, se dobla la hondonada con su exuberante selvatiquez.



Retorno por el solitario sendero a la pista. Siguiendo su trazado curvilíneo voy ganando altura. Enfrente se despliega como un anfiteatro majestuoso el cresterío de la Roca Xapada, que integra uno de los recorridos más fascinantes de este valle, donde el sabor de la aventura está garantizado, pasando por el collado de Lloret y descendiendo al Racó d’ en Marc.



Veo gente en la cumbre de un espigado cerro. Y me atrae su figura, dominada detrás por la cima de Caro (1.442 m.), con sus antenas, el techo de todo el macizo, marco de excursiones apasionantes.



Llego ante un allanado paraje, que exalta su verdor. Por aquí pasa el GR-7, que baja del collado de los Pallers. Dirígese a los puntos de interés más cercanos: El collado del Assucar, Casetes Velles y refugio del Mas del Frare.



Cruzando a gusto el amplio llano me encaramo por el dorso del pedregoso cerro, entre oquedades producidas por la intensa carstificación. Al llegar a lo alto compruebo que es un notable balcón, un mirador excelente sobre el barranco de Barretes, acolchado de rocas desprendidas, y el abrupto marco geográfico que se desglosa a los pies del Caro y del Marturi (1.339 m.), alargándose las vistas hacia las tierras del Bajo Ebro y el Montsiá. Abrazado por el sol y acariciado por una brisa persistente, me quedo unos minutos descansando en esta privilegiada atalaya, con abismos bajo los pies, solo en la montaña, admirando su fuerza, su poderosa majestad, su asombrosa belleza…


Con el espíritu engrandecido desciendo hacia el prado. Sigo la estela del GR-7, que sigue un bonito sendero, flanqueado por frondosa vegetación, donde el boj forma verdaderos setos y las flores destacan entre los verdes matorrales. Me encamino hacia la cercana cueva del Vidre y me entusiasma sus grandes proporciones, su gigantesca entrada. El interior se compone de una sala, pero por las muestras que se aprecian -las paredes negras por los fuegos- se trata de una cavidad que ha sido utilizada como refugio, y también como cobijo circunstancial de caminantes, pero creo que tiene un aire enigmático. Varias velas de distinto color evidencian algún ritual o su utilización simplemente como materia para alumbrar. Desde la entrada de este notable recinto natural cautiva la vista al exterior, robustecida con la imagen del Caro.



La tarde se deslizaba lentamente buscando el fulgor del ocaso, mientras mi periplo tocaba a su fin, en el espectacular escenario del barranco de la Vall. Desciendo por el valle dando un rodeo por el collado de Lloret.



domingo, 3 de mayo de 2009

La Sierra de La Bellida

Con una mañana -la de hoy- genuinamente espléndida, con una sinfonía de luz arrebatadora y un enorme cielo azul, regio retablo sin asomos de nubes, no podía quedarme en casa. Así que con presteza preparo lo imprescindible para patear el monte. ¿A dónde voy?, me pregunto. Claro, existen tantos lugares donde acudir en mi comarca, entre parques y parajes naturales municipales que la decisión, a veces, cuesta. Pero al fin lo tengo claro. Me voy a la sierra de La Bellida.



Esta sierra es una de las más importantes de la comarca del Alto Palancia. Sita en el sector NW emerge con sus 1.319 m. de altitud. Por consiguiente, es una privilegiada atalaya entre las cuencas de los ríos Palancia y Turia. Su relieve es suave, de redondeadas lomas, en contraste con el enérgico relieve de las vecinas elevaciones de Peñaescabia, Peñas de Amador y Peña Juliana, que realzan sus escarpadas paredes como hitos emblemáticos de la cabecera de la comarca. La Bellida se emparenta más con la colindante sierra de El Toro, prolongación física por el sur de la colosal sierra de Javalambre, situada en el extremo meridional de la provincia de Teruel, de formas macizas y de configuración calcárea, con un singular paisaje vegetal.

La Bellida, por donde cruza el GR-10, atesora uno de los valores patrimoniales más significativos de la comarca. La actividad del comercio de la nieve fue muy importante en las montañas de la Comunidad Valenciana entre los siglos XVI al XIX, centrada, principalmente, en las sierras alicantinas, como la Mariola, que conserva una soberbia colección de muestras arqueológicas como las “neveras”, denominadas, asimismo, cavas o ventisqueros.


En estas construcciones se conservaba la nieve, recogida durante toda la temporada invernal, y apilada debidamente, en un proceso muy laborioso, para ser distribuida en el verano una vez convertida en hielo. Las neveras eran de distinta tipología, formadas por un pozo circular con paredes revestidas de mampostería. La techumbre cubría estas construcciones, estructuradas con nervaduras de arco y falsa bóveda.

El hielo era troceado y transportado durante la noche con el apoyo de caballerías cargadas de serones y también de carros, para su reparto y venta por los pueblos y ciudades de mayor densidad demográfica. Se usaba sobre todo para la conservación de alimentos y pescados, para la fabricación de helados y bebidas, como la famosa horchata y con fines medicinales.


Este comercio de la nieve, que generó trabajo durante 400 años, tuvo, como he citado anteriormente, una fuerte expansión por la sierra de La Bellida, donde se concentraron un elevado número de ventisqueros, construcciones distintas a las neveras, pues consistían en muros de cerramiento acoplados a las vaguadas del terreno, elevados en la parte inferior, y de forma semicircular. Además no disponían de techumbre. La sierra registró más de 70 ventisqueros, actualmente la mayoría derruidos.



Atraído una vez más por este aliciente que atesora La Bellida, esta mañana he recorrido parte de sus ventisqueros, prestando especial atención a uno de los más monumentales y mejor conservados, el de los Frailes, que perteneció a la cartuja de Portaceli.


Después he seguido parcialmente el nocturno recorrido que hacían los carros para transportar el hielo a los mercados de Valencia. Desde La Bellida seguían en parte la Cañada Real de Aragón a Valencia, pasaban por el Barranco Lucía y La Solana, y después de cruzar el collado del pico La Cumbre descendían hacia la población de Alcublas.



En este descenso he contemplado las evocadoras huellas de este pasado testimonial del acarreo del hielo, pues los carros dejaron su huella impresa en las rocas. Son las carriladas, que en trazado casi rectilíneo surcan a trechos estos pasos de montaña, con rodadas hasta de 20 cms. de profundidad.

Cerca de Alcublas, con las torres de sus dos molinos de viento (siglo XVIII) recortándose en la cima de un oreado cerro, y con el sol desplomándose sobre almendros y viñedos, me detengo en la Balsa Silvestre. Me siento cerca de su perímetro, copiándose el disco solar en las quietas aguas del remanso, escuchando el insistente croar de las ranas aposentadas como reinas del lugar en el contorno de la balsa. Con el acorde de las abejas tejiendo un rumor melodioso entre las múltiples jaras, reflexiono un rato acunado en la melosa y solemne calma del paraje. Y pienso que es una delicia disfrutar de esta tranquilidad idílica, de toda una vida dedicada como atractivo pasatiempo al excursionismo, del valor de esta afición, que en mi caso se deslizó gozosamente por la literatura, y que es un lujo para muchos y, tal como apuntó Georges Sonnier “un recurso para el alma”.

viernes, 1 de mayo de 2009

Por la flora del valle del Almanzor



Ha sido como un paseo. Andando por el valle del Almanzor, he contemplado la riqueza florística que aglutina, extendida como un tesoro botánico por todo el parque natural de la Sierra Espadán. Este valle, drenado por el barranco de Almedijar o del Almanzor, es uno de los más encantadores de toda la sierra. La riqueza forestal es muy sobresaliente, arropando las elevadas vertientes desde la frondosidad de las riberas hasta las mismas cumbres, adornadas de elementos silicícolas, tan propios de la sierra.



La risueña primavera se explaya en toda el parque. El festival de verdes de toda la arboleda, así como de las comunidades arbustivas y de los más preclaros, representados en los alcornocales y pinares, quedan salpicados por la policromía de las flores, con especies de notable valor.



Plácidamente he recorrido el valle. Y he fotografiado sus flores, sus sonrisas, su viveza, su armonía y su alegría. Con la heráldica de sus tonos, sus embriagantes perfumes se cuelan como una amorosa caricia, como salutíferos suspiros, en el cadencioso regazo de Espadán.



La verdad es que he disfrutado esta mañana con el paseo, visitando estos emblemas de la primavera, engalanando con sus atributos florísticos nuestros entrañables paisajes.