Interludio en Javalambre

La atmósfera tenía esta mañana un profundo ambiente lechoso. Las nieblas se paseaban por encima de la nieve, se agazapaban tras la rocas y se apelmazaban por los pinares. Imágenes blancas, imágenes invernales. Frío (-1º) y esquiadores por los pabellones de las pistas. Y he estado casi una hora pisando nieve, dejando mis huellas por donde no ha pasado nadie, porque Javalambre con nieve atrae únicamente a esquiadores.  Tan solo yo abría huella por el bosque, con la nieve adornando los pinos, acumulada en ramas y hojas, dibujando formas totalmente caprichosas, arabescas.

Siempre que acudo a Javalambre, evoco los lejanos años que esta sierra me rodeó con el sentido abrazo de su magnitud. La caminé toda. Creo que no dejé ningún paraje por ver. La descubrí palmo a palmo. Mis andanzas recrearon mi  avidez montañera. La mayoría de las veces los recorridos tenían el abrazo de la luminosidad del sol; otras, como esta mañana,  seguían el blanco sudario de la nieve.  Y estas sensaciones avivaban el puro disfrute de los espacios y formas de Javalambre, sus profundas perspectivas y la riqueza de matices que ofrece. Pero, sobre todo, la sustancia de mis solitarias andanzas se entronizaba en el silencio. Un silencio encantador, emparentado con el montañero, con el senderismo. Un silencio compartido, que entusiasma, porque se exhala entre los dos polos del quehacer humano, como explica Carlos Alonso: “Acción y contemplación”.

Dos cosas que he hecho esta mañana, entre los soliloquios de las nieblas, entre el atrezzo de la nieve, con el crujir de mis pisadas entre el paisaje níveo y espectral, árido, ensalmador y profundo, figurando escuchar rumores extraños entre el esponjoso vaivén de las nieblas, entre la incertidumbre de mi imagen errante,  buscando no se qué en estos solitarios espacios bordados por la nieve.