El Moncayo ¡qué montaña!

Es una montaña muy atractiva. El techo del Sistema Ibérico con sus 2.316 m. de altitud. Cuando estás arriba saboreas el placer tranquilo  de la marcha por la montaña. Siempre he aspirado el sendero, la pendiente accesible. Creo que se disfruta más, y más cuando vas con amig@s. Nos gusta andar, hacer frente al esfuerzo, disfrutar de lo que estamos viendo, porque la montaña es hermosa, y el placer estético que ofrece es una de las sensaciones más grandiosas que podemos tener. Y,  además, es una forma de filosofía que nos aporta mucha felicidad.

Fuimos al Moncayo en grupo, disfrutando, como siempre, de la buena amistad. Lo formamos Mª José, Vicente, Emilio, Juan, y el autor de este blog, compartiendo juntos la majestad de esta montaña “vigía blanco y rosa entre Aragón y Castilla”, formando una maciza cúpula de rápidas  vertientes.

Partimos  unos minutos antes de llegar al santuario de la Virgen del Moncayo. Por delante teníamos que salvar un desnivel de más de 700  m. Y como son frecuentes en la cima las ventoleras, íbamos protegidos. Además,  no se que tiene el Moncayo que, aunque el día  esté despejado, casi siempre tiene una cohorte de nubes cortejándolo.  Pero esta vez  la cumbre estaba exenta de nubarrones. Aparecía nítida contra el azul. Y el tiempo fue inmejorable.

Es una montaña muy visitada. Así lo revela el sendero. Vamos ganando altura. El sendero está marcado como PR. Es muy sinuoso, pasando entre algunos escarpes. Se aclara el terreno, aunque hacen acto de presencia las plantas arbustivas y achaparradas. Y las mariquitas, vagando por el sendero.  Qué hermosas criaturas.

Arriba  se aprecia la cumbre principal y el cerro de San Juan (2.279 m.). A nuestra derecha se abre el inmenso circo glaciar del Cucharón. Tranquilamente ascendemos, parando para hacer fotos y viendo el dilatado paisaje. Llegamos al cerro de San Juan y vemos  la cumbre. Caminamos por una superficie lisa, verde, sembrada de pedruscos, ondulante, suave al andar.

Y llegamos a la ancha cumbre. Al pilón del vértice geodésico, al altarcillo dedicado a la Virgen del Pilar. La foto del grupo, de las panorámicas orbitales, incluso creímos ver el Pirineo. Nos recreamos un buen rato en tan excepcional mirador. Con el día que hacía la permanencia era más que deseable. Desde la cima comprobamos la majestad del Moncayo, sin sierras ni relevancias montañosas formando conexión. Está solo, con sus tentáculos, con su severo imperio, con sus pedrizas, con sus cúspides…

Casi cerca del cielo, emocionados,  estampamos nuestros nombres en el pañuelo de Emilio. Y emprendimos el descenso por terreno conocido, con la satisfacción de haber conquistado todos la cumbre.

En el restaurante del santuario dimos buena cuenta de una sabrosima comida, no faltando las refrescantes “rubias”. ¡Qué invento, señor!

Y con las piernas restablecidas y el estomago complacido, pusimos rumbo a objetivos turísticos. Pero esto lo contaré en otra crónica.