Y desciende Palancia con mansedumbre, dejando atrás su mocedad. Ha fecundizado en su itinerario verdes huertas. Y lo seguirá haciendo, pues el río no solo es portador de belleza. Es “agua deseada”.
El caminante sigue la huella de un camino que le acerca al Palancia. Baja entre pañuelos de huertas. El fruto del almez, la almecina, ya ha madurado, revistiendo la fina piel su típico color violáceo oscuro con ribetes cobrizos. Algunos ejemplares aguzan su prolífico continente reclinados sobre el camino, como baldaquinos balanceando sus flexibles ramitas.
El caminante detiene sus pasos en el Rincón de Rana, aprovechando una eminencia del terreno. Las huertas se explayan en ambos lados del Palancia, que por aquí dobla su cauce soporticado por los chopos, atrincherado por recintos de junqueras.
El río vuelve a llevar agua y su rumor alegra el descanso del caminante.
A distancia se recorta el ultrajado trazo de la torre de los Ordaces, resto estratégico del período árabe.
El río es como una cinta de cristal bajo el sol del otoño.
Pasa el tiempo y el caminante no se movería. No hace calor ni frío. El día está lleno de colores.
Un hilo de araña ondula sus fulgores de seda entre dos ramas de pino.
Cuando el caminante pasa por el corral de Olivera un bando de perdices sale volando hacia el llano. Y cuando cruza el río, el jilguero canta por los chopos del camino y a su canto responde la voz de la fuente Garabaya.
Por la plataforma de la Vía Verde de Ojos Negros avanza unos metros el caminante, desviándose al instante para cruzar la carretera nacional.
Pasa el Palancia. Cerca queda un vestigio del pasado: la Cruz Cubierta, con sus cuatro pilares de sillería, con sus arcos góticos y bóveda nervada.
El caminante se detiene en el antiguo puente sobre el Palancia, histórico paso de la anterior carretera, que mandó edificar el obispo Muñatones en 1570. Una vez más admira esta obra de ingeniería, su plausible hieratismo secular. Mientras decide que rumbo tomar por las riberas del río, escucha un hervidero de ruidos de distinta procedencia: el motor de una sierra, el runrún de los coches que corren veloces por la autovía camino de la cuesta del collado Royo, el ladrido de unos perros…
El caminante es una persona solitaria por los solitarios campos de la Villanueva y ante las tierras que abrazan el verde aguafuerte de los montículos de la Dehesa, El Hostalejo, Los Albares…
Pasa un tren minero envuelto en gran estruendo, despidiendo un rumor pesado, metálico.
Y el río, que es un hilo de agua casi silencioso, resbala entre los árboles. Las urracas alborotan y un bando de palomas pinta de azul el cielo azul.
El río ensancha sus orillas y la corriente se remansa. Una tonsura de verdes y humedad se expansiona sobre el terreno, que ocupa uno de los proyectados lados del embalse del Regajo.
El embalse rezuma una penetrante y sosegada estampa otoñal. Sobre el verde de los pinos se impone el tono amarillo de los chopos, fraguando una escala de gradaciones que se copian en la superficie de cristal de las aguas del pantano, que se abre como una estrella de tres puntas por los sendos brazos del Palancia, Cascajar y Regajo.
Fragmento de mi libro titulado “Por las orillas del Palancia”.
Nota: Pica en las fotos para verlas a tamaño mayor.
1 comentario:
Realmente espléndida naturaleza.
Es una escena misteriosa del agua.
Gracias.
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