Ayer estuve paseando por el
caserío de la ensoñación blanca, donde el atávico silencio baila entre sonidos
de olas templadas, donde los gatos, burgueses de la calma, descansan plácidamente en medio de la calle,
sin el temor al paso de vehículos, como toda la vida lo han hecho.
Las adelfas rastrean el azul con
sus ramalazos sanguíneos, con rúbrica de vida granada, en un encuadre
helénicamente figurativo. El mar irradiaba su rostro azul, su albura serena.
Encendido de clamores suaves, sugerente, evocador, acariciando el pedernal
brillante. La solitaria barca, ahíta de brisas y de soles, despojada ya de
rumbos mar adentro, descansaba.
Bajo la verdosa cabellera de un
arbolito, se dibujaba la figura geométrica de un pequeño columpio, rojo como
las amapolas, esperando el verano y el juego de algún niño.
Paseo por el caserío blanco y no
veo a nadie. Solo escucho el rumor de las olas cercanas, como un susurro
orgánico e inmortal. Veo el mar. Veo la eternidad y el pulso de muchos sueños.
Amor y confianza, danzando entre velas blancas.
Sí, paseo, abrazado por el
silencio del tiempo. Y veo detalles, algunos cerámicos, como un arado abriendo
surcos. Los fotografío.
Ya están varados en la historia,
como siempre fue la costa, sin el agobio de la desdicha urbana.
Me acerco a las olas, a su fárrago
de espumas blancas, escanciando susurros.
Me agacho y cojo un guijarro. Lo
lanzo al mar, pero no hay respuesta en forma de sirena encantada.
1 comentario:
Gran trabajo amigo...
El mar y algunos lugares siempre nos ofrecen la paz, el color y la alegría necesaria para seguir adelante.
Un abrazo Luis.
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