Ayer sábado fue un día muy especial para mi. Mi corazón, por un destacadísimo evento familiar, se llenó de emociones, de miradas y caricias dulces.
Por este motivo no salí de excursión. Bueno, el tiempo tampoco me hubiera dejado, con su humor de perros y tan artillero y batallador.
Pero este domingo ha sido diferente. Mi paseo lo he trasladado a Manzanera. He buscado el placer de caminar por un espléndido bosque de pinos, entre el olor reverberante de las praderas y los hilarantes perfumes de las sabinas. Un riachuelo exhibía al sol sus trenzas cristalinas. Y copiaba su relumbre en los pequeños remansos, que invitaban al baño. Rozo con mis dedos el agua y el cálido contacto me anima a zambullirme. Y paso un rato agradable entre el abrazo del agua, como una efusión de voluptuosidad que festeja mi cuerpo.
Sigo caminando por los prados. Me detengo para contemplar el rojo esbozo de las margaritas y el clamor sonrosado de las rosas silvestres, tan bellas como el lindo rostro de una mujer.
Me siento feliz y alegre. Los pinos escalan hacia las cumbres. Forman una verde sábana, lustrosa, refugiando sombras y vida vegetal y animal.
Los trinos de los pájaros los recibo como una dulce melodía. Y digo que no hay mejor auditorio que la naturaleza, gozando con sus relajantes sonidos.
Armonía, belleza, pulcritud…. La naturaleza pintaba hermosas acuarelas a mi alrededor. Creadora universal, solo el hombre, en su afán demoledor, la va destruyendo, alterándola conscientemente, por el placer de vivir de un modo sofisticado y dominante.
La naturaleza es patrimonio de la humanidad. La biosfera es de todos. Y se debe procurar que sus sanos recursos se respeten, que no se busquen para el beneficio propio.
Ensimismado contemplo la riqueza natural que fluye a mí alrededor. Y me imagino ver una miríada de lucecitas de esperanza que brillan por todas las partes, mientras voy escuchando, emocionado, “Heal the World”, de Michael Jackson.