Calor, de compañerismo y amistad.
Color, de primavera, embajadora floral.
Nieblas, que se enroscaban en las cumbres con sus cenicientos mantos.
Y lance… que también lo hubo en mi persona.
La carretera que conduce al monasterio nuevo del Desierto de Les Palmes es como una cinta de plata serpenteante. En el corazón gris del alba, se modula el silencio del monasterio. A los lados de la carretera los pinos trenzan su serrana figura y los cipreses recortan con su hieratismo la entrada al cenobio. La campana suena.
Mientras esperaba a los compañeros, el sol se asomó tímidamente sobre los filos de las Agujas de Santa Agueda, mostrando una tonalidad lechosa, sin brillo, configurada por las brumas matinales. Tranquilos y libres, los gorriones y las palomas iban picoteando el suelo. Hacía viento, aunque no molestaba, enhebrando temblores entre la vegetación de las laderas.
Acudieron los amigos de Senderismo RocaCoscollá. Formamos un grupo numeroso. En total, 22. E iniciamos la marcha. Miro el reloj y son las 8,05. Es sábado, 25 de abril.
Los primeros pasos por el camino tienen acordes de rosa. Las jaras están hermosas, adornando con belleza rítmica la ruta, así como ginestas y retamas con el encanto blanco de sus flores. Pronto la ruta se empina. Arriba, el Bartolo apenas se vislumbra por la opacidad de las nieblas. Paulatinamente vamos ganado altura por la senda. Y Benicasim y el Mediterráneo se esconden entre los velos de las brumas.
Pero… surgió el lance. Y me viene ahora a la memoria el refrán “A gran subida, gran caída”. Y así fue. Sin saber como el aplomo de mi verticalidad se desplaza y me caí de morros al suelo. ¡Plop!. El golpe fue tremendo. Rápidamente acudieron en mi ayuda Toni, Pablo, Merche, Mary… Todos me arroparon, me curaron y me reconfortaron física y animosamente. Y lo que pudo ser algo peor, quedó en un susto y las huellas del golpe en la cara.
Amigos, mil gracias a todos, de todo corazón. Por darme vigor y fuerza. Así pude seguir la ruta, recuperándome entre animosas charlas y recital de chistes.
Pasamos por la Cruz del Bartolo y llegamos a la cima, a sus 729 m. de altitud, rodeada de enormes antenas de telecomunicación. Al lado del vértice geodésico se halla la ermita de San Miguel, enfocando su fachada al mar. El mirador es grandioso, pero cuando la atmósfera es limpia y profunda. Divisándose incluso las islas Columbretes.
Desde la cumbre seguimos desarrollando la ruta. El silencio de la montaña nos acompaña y la actitud contemplativa enriquece la caminata. En el descenso nos desviamos para encontrar los restos del castillo de Sufera y también jugamos con la “búsqueda del tesoro” (cache), escondido por esta zona, hallándolo Pablo tras paciente y minuciosa exploración por el inclinado terreno.
En descenso continuo por la pista llegamos a la ermita de Les Santes. Según el folleto del parque natural del Desierto de Les Palmes “fue construida como lugar de culto y peregrinaje consagrado a las santas Lucía y Agueda”. El lugar tiene encanto. Dispone de una fuente y área recreativa y recibe el abrazo de la vegetación del parque.
Andando por el camino de Les Santes el vuelo de las nieblas por los altos del Bartolo se extendía fuertemente. Múltiples gasas componían encuadres mágicos, enredándose sobre abruptas fachadas rocosas, borrando el típico rojo del rodeno. Y nuevamente llegó la ascensión. Una bella senda nos elevó al Bartolo entre abundante matorral. Brezos, jaras, lentiscos, enebros, durillos y romeros nos rozaban en suaves caricias. Subíamos por reptilíneos pasillos de verdor, entre una sábana vegetal impenetrable, formada por diferentes gamas de verdes.
Coronamos la ascensión, con el Bartolo al lado. Y mientras la mayoría descendían por la senda “de mi caída”, para retornar al punto de partida del recorrido, otros buscamos la carretera, admirando el paisaje circundante con su impar colorido, viéndose el monasterio nuevo de los Carmelitas y el castillo de Montornés, con el sendero insertado entre las coloraciones rojas de la arenisca.
Ahora, mientras escribo estas líneas, la contusión va mejorando, y nada mejor que cerrarlas con la frase de Santo Tomás de Aquino “La amistad disminuye el dolor y la tristeza”.