GENEROSOS AMIGOS QUE ME SIGUEN

El Tiempo en Segorbe. Predicción

El Tiempo en Segorbe

domingo, 26 de abril de 2009

Calor, color, niebla y lance en el Bartolo


Calor, de compañerismo y amistad.
Color, de primavera, embajadora floral.
Nieblas, que se enroscaban en las cumbres con sus cenicientos mantos.
Y lance… que también lo hubo en mi persona.

La carretera que conduce al monasterio nuevo del Desierto de Les Palmes es como una cinta de plata serpenteante. En el corazón gris del alba, se modula el silencio del monasterio. A los lados de la carretera los pinos trenzan su serrana figura y los cipreses recortan con su hieratismo la entrada al cenobio. La campana suena.


Mientras esperaba a los compañeros, el sol se asomó tímidamente sobre los filos de las Agujas de Santa Agueda, mostrando una tonalidad lechosa, sin brillo, configurada por las brumas matinales. Tranquilos y libres, los gorriones y las palomas iban picoteando el suelo. Hacía viento, aunque no molestaba, enhebrando temblores entre la vegetación de las laderas.

Acudieron los amigos de Senderismo RocaCoscollá. Formamos un grupo numeroso. En total, 22. E iniciamos la marcha. Miro el reloj y son las 8,05. Es sábado, 25 de abril.



Los primeros pasos por el camino tienen acordes de rosa. Las jaras están hermosas, adornando con belleza rítmica la ruta, así como ginestas y retamas con el encanto blanco de sus flores. Pronto la ruta se empina. Arriba, el Bartolo apenas se vislumbra por la opacidad de las nieblas. Paulatinamente vamos ganado altura por la senda. Y Benicasim y el Mediterráneo se esconden entre los velos de las brumas.



Pero… surgió el lance. Y me viene ahora a la memoria el refrán “A gran subida, gran caída”. Y así fue. Sin saber como el aplomo de mi verticalidad se desplaza y me caí de morros al suelo. ¡Plop!. El golpe fue tremendo. Rápidamente acudieron en mi ayuda Toni, Pablo, Merche, Mary… Todos me arroparon, me curaron y me reconfortaron física y animosamente. Y lo que pudo ser algo peor, quedó en un susto y las huellas del golpe en la cara.

Amigos, mil gracias a todos, de todo corazón. Por darme vigor y fuerza. Así pude seguir la ruta, recuperándome entre animosas charlas y recital de chistes.

Pasamos por la Cruz del Bartolo y llegamos a la cima, a sus 729 m. de altitud, rodeada de enormes antenas de telecomunicación. Al lado del vértice geodésico se halla la ermita de San Miguel, enfocando su fachada al mar. El mirador es grandioso, pero cuando la atmósfera es limpia y profunda. Divisándose incluso las islas Columbretes.



Desde la cumbre seguimos desarrollando la ruta. El silencio de la montaña nos acompaña y la actitud contemplativa enriquece la caminata. En el descenso nos desviamos para encontrar los restos del castillo de Sufera y también jugamos con la “búsqueda del tesoro” (cache), escondido por esta zona, hallándolo Pablo tras paciente y minuciosa exploración por el inclinado terreno.



En descenso continuo por la pista llegamos a la ermita de Les Santes. Según el folleto del parque natural del Desierto de Les Palmes “fue construida como lugar de culto y peregrinaje consagrado a las santas Lucía y Agueda”. El lugar tiene encanto. Dispone de una fuente y área recreativa y recibe el abrazo de la vegetación del parque.



Andando por el camino de Les Santes el vuelo de las nieblas por los altos del Bartolo se extendía fuertemente. Múltiples gasas componían encuadres mágicos, enredándose sobre abruptas fachadas rocosas, borrando el típico rojo del rodeno. Y nuevamente llegó la ascensión. Una bella senda nos elevó al Bartolo entre abundante matorral. Brezos, jaras, lentiscos, enebros, durillos y romeros nos rozaban en suaves caricias. Subíamos por reptilíneos pasillos de verdor, entre una sábana vegetal impenetrable, formada por diferentes gamas de verdes.



Coronamos la ascensión, con el Bartolo al lado. Y mientras la mayoría descendían por la senda “de mi caída”, para retornar al punto de partida del recorrido, otros buscamos la carretera, admirando el paisaje circundante con su impar colorido, viéndose el monasterio nuevo de los Carmelitas y el castillo de Montornés, con el sendero insertado entre las coloraciones rojas de la arenisca.

Ahora, mientras escribo estas líneas, la contusión va mejorando, y nada mejor que cerrarlas con la frase de Santo Tomás de Aquino “La amistad disminuye el dolor y la tristeza”.


miércoles, 22 de abril de 2009

Por las orillas del Palancia


Ando por las orillas del Palancia. Río hermoso en alabanzas. Su voz, su aliento, acunado en las quebradas de Peñaescabia, se escucha como una musiquilla que alegra, como una cadencia que se articula en el paisaje, que te abraza delicadamente. Y hay una fuente que canta, de múltiples caños. En total, 50. ¡Qué buen maridaje hacen el río y la fuente! Y con el arte arropado, resplandeciente, la fuente encumbra su repartido caudal para gozo de las miradas, señora del Palancia, acariciando bocas y manos. Es asombro de todos, emotiva su sinfonía. 50 Caños de bronce que acopian lisonjas a raudales. Y emparejados a cada caño, se blasonan los escudos de las provincias españolas.



Corre y salta el Palancia, ahora con sus riberas despejadas, entre perennes y gallardos chopos y plátanos.


¡Desciendo entre huertas segorbinas!, exclama. Y bajo el cerro de Sopeña, florón de la historia de Segorbe, el Palancia surca tierras milenarias, entre estribillos de fuentes, entre sotos de esmeralda con acento primaveral, entre ondas de luz que avivan el azul.


sábado, 18 de abril de 2009

Vilafranca: Por los paisajes de la piedra seca. Y 3.


Cierro con esta última crónica la serie dedicada a “los paisajes de la piedra en seco” de Vilafranca, de gran valor turístico y testimonial. Y lo hago hablando del último itinerario señalizado. Es el “Bosque de la Parreta”.

Para llegar a la Parreta desde Vilafranca se toma la avenida del Losar y la carretera de la Iglesuela del Cid. Un kilómetro después de pasar por el santuario de la Virgen del Losar, se localiza un poste vertical que señala las rutas de “Les Virtuts” a la derecha y “La Parreta” a la izquierda. Por este lado se toma un camino asfaltado que conduce al señalizado albergue de la Parreta, distante otro kilómetro de la carretera.


En el albergue aparqué el coche y a pie me acerqué al bosque de la Parreta, que, como telón de fondo, se estampa detrás del blanco edificio.



El paisaje se bañaba de oro y en las montañas se fundían el verde del bosque y el ocre de la tierra. Seguí el camino que nace detrás del albergue, que me acercó al bosque. La frescura de las sombras aliviaba la fogosidad del sol. La maraña que tejía la vegetación era prodigiosa: Pinares, carrascas, robles y sabinas hilvanaban una frondosidad maravillosa. Los rugosos troncos de las carrascas punteaban el suelo, formando con su espesura un halo umbroso, entre una constelación de óculos resplandecientes. Caminaba con ritmo relajado, aspirando el hálito de las plantas y contemplando la holgura de los árboles, que me cubrían con su arbotante follaje. Me rodeaba la autóctona esencia del bosque de la Parreta, donde se extraía la madera como elemento simbiótico con la piedra. Disfrutaba, andando por el camino, de una tranquilidad mística, sumergido en el silencio del monte.



De vuelta al albergue prolongué mis andanzas por estos parajes. Por el azagador del camino de la Parreta alcancé el señalizador vertical del PRV-1, sendero que une Vilafranca y la Iglesuela del Cid pasando por la Pobla de Sant Miquel. El sol resaltaba la gama gris de la piedra. Por la pendiente que dominan las masías de Tejero y de Cándid se entrelazan muros y caminos. Se respiraba un ambiente evocador, lleno de reminiscencias agrícolas y ganaderas.

Por el ancho azagador de la Fuente del Llosar subí hasta el alabeo de la montaña, siguiendo la pintura del PR. Paredes y casetas afloraban a la vista, mientras las señales del sendero se deslizan por el pedregoso azagador en dirección a Vilafranca, pasando por la masía de la Marina.



De la Parreta me fui a la aldea de la Pobla de Sant Miquel, en los límites con Teruel. El sol se descolgaba a gusto por el venerable puente medieval, construido todo de piedra. Es un excelente monumento sobre el río de las Truchas, único por su estructura.



Y como colofón a esta serie de visitas por esta típica arquitectura de Vilafranca, me detuve para ver la caseta de piedra seca sita en el parque de Buena Vista, construida por vecinos de Vilafranca dentro del proyecto europeo “Parcours de Pierres”, todo un símbolo de estas singulares construcciones de acusada personalidad, revalorizadas desde el año 2006 con el museo, repleto de contenido y explicaciones, donde se conoce toda la técnica de la piedra en seco y el proceso de creación de esta magistral arquitectura popular mediante paneles, maquetas, audiovisuales, etc., y los tres itinerarios señalizados, que sorprenderán al visitante por su calidad y belleza.

En Vilafranca las piedras hablan. Piedras que han alegrado el corazón de este viajero impenitente.

lunes, 13 de abril de 2009

La sierra del Sabinar


Al llegar a La Torre, aldea de Alpuente, aparco en una antigua era. E inicio la ruta siguiendo la indicación del poste del GR-37 en dirección a Losilla de Aras, cruzando la sierra del Sabinar, mi objetivo en el límite provincial con Teruel.


A los 5 minutos paso por delante de una caseta, cobijada bajo el parasol de una centenaria sabina. Por estos parajes, abundantes en sabinas, atrae la atención una forma de museo integrado en el paisaje, donde aparecen piedras en el suelo y en los muros pintadas de llamativos colores, así como otros curiosos artilugios.



En la subida cruzo la pista que une La Torre con Torrijas. El sendero me facilita unas sugestivas vistas panorámicas, una amplísima cuadrícula de campos con sabor a cereal, un festival de encendidos colores entre tonos verdes y escarlatas, asomando, asimismo, numerosas pinceladas de un verde oscuro, conformadas por bosquetes de sabinas. Un coro de montañas cerca la amplia llanura, donde despuntan los manchones de las aldeas de Alpuente con sus tejados ocres. En la luminosa mañana, el bucólico paisaje es reluciente y apacible.



Siguiendo el GR asciendo pausadamente alcanzando las zonas despejadas de la montaña, donde prolifera el erizo entre aislados escaramujos. Llego a la Cañada de Castilla, que fue paso de pastores trashumantes. Lo explica Teresa Casquel: “Hasta los años 60 pasaban por aquí unas cinco mil ovejas, dos veces al año”, en su libro “GR-37 Vías Pecuarias. La Serranía”.



Estoy en la sierra del Sabinar, caminando por alomados terrenos. Un poste del GR-37 indica direcciones y tiempos. Señaliza también la cercanía del GR-10, a 10 minutos. La vía pecuaria recorre la frontera entre Valencia y Teruel. Alcanzo el Alto de las Donzas, de 1.495 m. de altitud. Y disfruto con la magnificencia de las panorámicas, entre la calma que reina en esta atalaya. Hacia el norte, cortando el perfil del horizonte, la imponente sierra de Javalambre airea sus abombadas cimas, descollando el pico del Buitre, de 1.958 m. Entre los tonos grisáceos y oscuros de las cumbres, efecto de su tipología calcárea, relucen con su impoluto blanco algunas hiladas de nieve. Con la vista recorro el vertical curso del río Arcos, con sus cantiles, huertas y chopos, enhebrando sus piscifactorías, donde se crían las truchas asalmonadas. Debajo de la montaña, Arcos de las Salinas apiña su agraciada contextura urbana, sobresaliendo la torre y la fachada de la barroca iglesia de la Inmaculada, entre casas que destacan los tejados rojos y las blancas fachadas. Al sur, los montes de Alpuente diseñan sus típicas muelas. Y como contrapunto del Alto de las Donzas se alza la cumbre más alta de La Serranía, que es la Muela (1.546 m.). La sierra de El Toro se asoma al SE, entre un holgado paisaje de cerros y navas, con sus fondos planos, donde aún planean las huellas del pasado.



Voy ahora en busca del GR-10. Cuando alcanzo su trazo lo sigo en dirección a Arcos de las Salinas. Las marcas han perdido bastante color. Desciendo por el sendero -que registra algunos mojones de piedras- entre el bosquedal de pinos y algunos tramos de camino. Y cuando me doy cuenta he descendido demasiado, hasta el punto que estoy muy cerca del pueblo. He cruzado la pinada y aparece el piso inferior poblado de majuelos y arces. Dudo entre subir y bajar. Y como son las dos y media de la tarde, decido reanudar el descenso para comer en Arcos y regresar a La Torre, atravesando de nuevo la sierra. La tarde es larga.



Tras el descenso vadeo el Arroyo Torrijano, cuya corriente se desliza mansamente, engrosada cauce arriba por los hilillos de frescas fuentes. Subo al pueblo, pues ha llegado el momento de dar satisfacción a mi estomago. Me encamino a un bar y doy buena cuenta de una gratísima comida regada con un buen tinto. Y con el ánimo levantado y en condiciones para acometer de nuevo la travesía de la sierra, emprendo el trayecto hacia la carretera, aunque mejor sería detener algún coche de los que siguen el viaje hacia La Serranía.



Espero en la carretera pacientemente, trasluciendo mi imagen de improvisado auto-estopista, brillando aupadamente la esperanza. Transcurre el tiempo y nadie se detiene ante mis reiteradas señales. Cuando estoy a punto de acometer la ascensión a la sierra por el GR-10 se para un Seat Ibiza ocupado por un matrimonio. Acceden a llevarme a La Torre. Me dicen que son de Valencia, que conocen mi comarca y que van a Cuenca, tras visitar los pueblos más típicos del Rincón de Ademuz.

Así, felizmente, discurrió mi jornada senderista.