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Peñíscola, de arenas doradas, de mar azul con reflejos de nácar… Decía un escritor que “la realidad es a veces tan bella que parece soñada”. Para mi así es esta ciudad, abierta a los egregios azules de mar y cielo. Acudo una vez más a su encuentro, y sugestionado por su belleza la recorro bajo los relumbros de un sol indulgente y los aspergeos de una brisa netamente marinera.
Antes de adentrarme por sus sorprendentes rincones, paseo por sus playas, de fina arena. Contemplo con avidez la estampa de Peñíscola, que fue atracción de antiguas civilizaciones -los árabes la denominaron Banáskula-, tan fotografiada y alabada internacionalmente, tan ricamente aposentada sobre un peñón roqueño sobresaliendo con empaque secular todo su conjunto monumental e histórico sobre el Mediterráneo, con las murallas de Felipe II acordonando la antigua villa, con sus garitas vigías.
Y relamido por la sinfonía de las olas coronadas de espumas penetro en la histórica ciudad bajo el palio de gráciles palmeras, guardianas del amurallamiento. Lo hago por el acodado Portal Fosch. Y la visita se deleita por la danza del blanco. Primoroso color que descuella por sus pinas calles, estrechas y escalonadas, con su típico enmorrillado, salpicadas de establecimientos turísticos. Las viviendas presentan diversos tipos de fachadas, con puertas de arcos de medio punto y de construcción cúbica.
Alcanzo el castillo. Y me impresiona su grandiosidad, con sus piedras labradas, famoso por haber sido residencia del Papa Benedicto XIII, Pedro de Luna, desde 1415 a 1423. Y visito esta edificación de los caballeros templarios, sus dependencias, el amplio patio de armas, el palacio residencia del Papa Luna… Por una estrecha y empinada escalinata subo a la parte alta de esta impar fortaleza. Y rodeado de sol y efluvios marineros paseo por esta majestuosa atalaya. Y la visión es fabulosa, mágica por todos los lados, que a tantos viajeros ha hechizado. Un gran foro panorámico, donde la apostura de las apiñadas casas de la antigua villa se amalgama con increíble hermosura y luminosidad, en su arrimo peninsular con el mar. La ciudad modernizada, la de los hoteles y su ambiente internacional, se estira por el filo de las playas, mirando al Mare Nostrum.
Peñíscola siempre ha estado dedicada a la marinería. Y para conocer su historia visito el incomparable Museo del Mar, inaugurado en el año 1997, con sus secciones histórico-arqueológica, etnológica y biológica. Al salir, avisto una vez más el Mediterráneo, alzando su alegría azul y regalando su hálito a la majestuosa Peñíscola desde las lejanías.
Y desciendo, finalmente, al muelle; me empapo de su tipismo, aflorando históricas imágenes de navegantes y pescadores. Y como es hora de comer, quiero satisfacer mi estómago con la exquisitez gastronómica, preferentemente con el típico “suquet” de pescado, rematado con el delicioso bizcocho de almendra o las tartitas del Papa Luna, elaboradas con almendra, naranja, miel y requesón.
“Peñíscola en el mar, barco varado de fuerte quilla y alta arboladura, donde se encima un sueño que almenado rompe el horizonte la angostura…” (José Jurado Morales).