Me crié entre huertas, entre frutales, olivos y viñedos. Al lado, el mar, y arriba, las montañas.
Había paz, armonía y ritmo en la naturaleza, y su vitalidad penetró en mí, llenándome de sentimientos que se enraizaron en mi corazón.
De muy joven empecé a soñar, caminando por cumbres y rocas, cruzando ríos y praderas, descubriendo la magia de la serenidad, el sacro hálito del silencio.
Los sueños se hicieron realidad, y empecé a amar; primero fue mi tierra y más tarde otras sierras: Gredos, los Picos de Europa y el Pirineo, poderoso y bello.
He conquistado muchas cumbres tras saber verlas; la disciplina se hizo blasón, fortaleciendo mi corazón.
He escuchado el silencio, sí, como fiel vasallo suyo, y su energía me aupó a altas cotas de felicidad. Me acompañó como savia vigorosa enriqueciendo mi espíritu.
El sol, el calor, el frío, la nieve… fueron la sustancia de aventuras, admirando la frontera donde se traza la supervivencia.
Los pasos que se dan en la montaña son afines con el quehacer cotidiano; hay que poner atención donde se pisa para llegar al objetivo más alto.
En la montaña siempre se aprende: Nunca el éxito debe subirse a la cabeza. Ojala sea respetada siempre para valorarla como se merece.
Como decía Gerges Sonnier “Conquistar la montaña es conquistarse”. En ese mundo donde reina lo excepcional, las reglas no son permutables; están ahí impregnadas en la naturaleza para que el hombre, fiel a ellas, arribe a su objetivo.
Y nada más por hoy. Como sabiamente dijo Henry Russell: “¿Cómo añorar la vida civilizada cuando uno se encuentra tan bien sin ella?”.
Luis G.