-Chicas, ¿os acordáis de la cueva de Cerdaña?
-Sí, contestan mis nietas casi al mismo tiempo.
-¿Que os gustó de esta cueva?
-Que era muy grande, me dice la pequeña.
-A mi, abuelo, me gustó la ventana, por donde entra el sol y la ilumina, me contesta la mayor.
-¿Y os acordáis de la gran columna que parece sostener el techo? Y… ¿os gustaría visitar otra cueva?
-Sí.
Esta vez contestan al unísono.
Y ya estamos andando por un camino ancho, arropado de olivos plateados y de agrupaciones de pinos. Y enfilamos un sendero. Va subiendo entre una refrescante enramada de sombras. El matorral ribetea el sendero. Las abejas se afanan de flor en flor. Sus zumbidos son una dulce sonata. Es el trabajo precioso de estos laboriosos insectos que reconforta el silencio.
-Abuelo, otra señal.
Mi nieta me va indicando cada señal del PR que aparece pintada en los troncos de los pinos.
-Vamos bien, abuelo, me advierte.
Las carrascas flamean la luz verde de sus hojas. La cálida brisa de la tarde las hace aletear. El avance por el sendero es una delicia.
-Chicas, ya hemos llegado.
A nuestros pies se abre el hueco oscuro de la boca de la cueva.
-Preparad las linternas, que vamos a entrar.
Penetramos en el enclave de la gruta por una pequeña rampa descendente. El complejo de formaciones es austero, pero a mis nietas les encanta.
-Vaya, abuelo, que chula es esta cueva.
-Ir con cuidado. El suelo está algo resbaladizo.
-Mirar el techo.
Enfilan los chorros de luz blanca de sus linternas hacia la oscura bóveda.
Les hablo de las características morfológicas de las cuevas. De forma sencilla, claro. Y ellas no paran. Disfrutan. Preguntan. Se emocionan.
-El agua y la piedra son los elementos importantes de las grutas. Y así nacen estalactitas y estalagmitas.
-Como ésta, ¿verdad, abuelo?
-Así es. Veo que lo habéis entendido.
Ya hemos salido de la cueva. Otra vez estamos en los brazos de la primavera.
Tras hacer algunas fotos con su cámara a unas amapolas, mi nieta mayor me dice:
-Abuelo, que cosas tan bonitas nos enseñas.