Con esta serie de crónicas dedicadas al Pirineo recupero los recuerdos
más vivos y queridos, casi siempre en compañía de personas cuya amistad nació y
creció en el regazo de esta mágica cordillera, amigos que ya no coincidimos en
andanzas pirenaicas, pero que seguimos en contacto a través de la comunicación de
las redes sociales.
Las montañas, en todas, con la combinación de sus aspectos bellos, nos
ofrecen este privilegio, de sentir y vibrar con el amigo a través de la
actividad compartida, cimentando una relación personal afectiva y reforzada en cada ruta. Ese es el encanto
del montañismo, del senderismo… Como dice Agustín Faus: “Cualquier lugar y
cualquier amigo de la montaña pueden dejarnos una huella suficientemente
profunda para impactar vigorosamente en nuestro recuerdo”.
Aquel verano fue distinto para mí.
Casi una semana pasamos en el reino del románico catalán. En el espectacular
valle de Boí. Fueron días de ver lagos. De crestear alguna cumbre. De sentirnos
felices en el grandioso marco del Parque Nacional de Aigüestortes. Taüll fue
nuestro hogar. Nuestra base de operaciones. Y el descanso. El paseo. Y la charla íntima cuando el crepúsculo tendía
sus ramas de colores sobre los profundos valles.
Sí, fueron jornadas que sigo sin
olvidar. Aún resuenan en mis oídos el rumor de las aguas torcidas, cabrilleando
alegremente a la sombra de los esbeltos abetos, formando mantos cristalinos,
transparentes, por donde nadaban confiadas las truchas.
Me gustaba tenderme sobre la
mullida hierba de los coruscantes prados, teniendo muy cerca las vacas, que me
recitaban el sordo lenguaje metálico de las esquilas. Y veía correr las nubes,
empujadas por el patriarcal viento de las cumbres, allí donde la nieve se aposenta
en invierno y crea su reino, formando velos de novia e imágenes fantásticas,
haciendo recrear el hechizo con hilvanes de ignotas aventuras; un universo
intacto, donde la sensación de libertad es total y alboroza el corazón.