
Andaba por el Maestrazgo aragonés siguiendo el GR-8. Había dormido en Ladruñán y seguía el valle del Guadalope entre la escolta de la piedra y la voz de la naturaleza. Me detuve en el refugio del Higueral, adentrándome más tarde por la sierra de la Garrucha, separándose la ruta del cadencioso curso del Guadalope. Superaba collados y rodeaba masías con sus auras melancólicas. El puente romano del Vado, a escasa distancia de los Organos de Montoro con sus crestas erizadas como tubos de órgano, me indicó que estaba cerca de Villarluengo, pero antes tuve que coronar el puerto del mismo nombre, pasando por el excelente Hostal de la Trucha y por las balsas de una piscifactoría. Arribé a Villarluengo tras 8 h. de fatigante andadura, pero feliz de admirar paisajes sorprendentes y salvajes, disfrutando del Guadalope entre un indescriptible delirio a los sentidos y a la soledad.

Al día siguiente, suficientemente descansado, me dediqué a recorrer Villarluengo. Enrique Royo destacó esta copla, plasmando la pintoresca imagen de este pueblo asomado a las profundas gargantas de los ríos Cañada y Palomitas.
“Entre montañas bravías,
que quieren tocar el cielo,
se destaca la silueta
de mi pueblo Villarluengo”.

Villarluengo fue villa de honda personalidad y raigambre entre los pueblos vecinos. Y fueran modélicas sus fábricas de papel continuo, las primeras que hubieron en España, instaladas por la familia Temprado, a finales del siglo XVIII, aprovechando las aguas del río Pitarque. Y cuando estas fábricas dejaron de funcionar en sus instalaciones se puso en marcha una importante fábrica de tejidos.

Al llegar a la plaza contemplo embelesado la iglesia de la Asunción, con su neoclásica fachada flanqueada por dos esbeltas torres. La plaza es espaciosa y está en pendiente. En la parte superior alzase el templo con sus grandes proporciones, y en la inferior está el Ayuntamiento, con sus ventanales enfajados de sillares y piedras labradas.

Deambulo entre sus calles costaneras. El silencio del pueblo me reconforta y el aire fresco de la sierra se cuela amorosamente entre sus calles, donde late el sabor histórico de la antigua muralla y de las típicas casas con su arquitectura popular, predominando la piedra y la madera.

La imagen de Villarluengo tiene estilo y plasticidad por su vertiginoso emplazamiento. Me asomo sobre la roca despeñada, sobre la hondura del río Cañada, cuando llego a una placita protegida con su muro de piedra. Las casas están abiertas a la profundidad y enfrente se asoma la orografía de unas tierras cerealistas, con sus masías rodeadas de praderas y recostadas bajo la entrañable montaña de la Muela Mujer.
Al abandonar Villarluengo me detengo en el incomparable Balcón de los Forasteros y contemplo todo el calidoscópico tejido de fachadas que me ofrece el pueblo, emergiendo sobre la tajada roca, con la iglesia como airoso monumento. La visión es fantástica.