Todo el macizo del Port y de la Tinença de Benifassà me atrae tanto que no puedo pasar de visitarlo de vez en cuando. Su imponente relieve, los colosales centinelas de piedra, los picachos y agujas que alzan su grisáceo filo sobre los maravillosos bosques y la salvaje aspereza de los paisajes geológicos de notable magnitud, son emblemas que cautivan vivamente al espectador.

El buen tiempo me acompañó en mi incursión por este espectacular escenario de la naturaleza. Eran las 9 de la mañana y dejo la carretera TV-3421 en el km. 12, en dirección a Mas de Barberans, desde La Sénia para tomar un camino que se introduce, flanqueado por cuidados campos de olivos, en el barranco de la Vall (Galera). Camino hacia el corazón del Parque Natural dels Ports, entre un paisaje agreste y fabuloso, dominado en este tramo inicial por la Mola del Fenollar y la Punta de la Llobatera.

Cruzo un puente de madera sobre el barranco de la Vall y un cartel me informa de un circuito de 1 km. por la canal d’ en Marc, destacando sus “formaciones geológicas de gran interés paisajístico”. Es un barranco rocoso y lo sigo por un sendero. La hondonada es formidable. Camino bajo la supremacía de las calcáreas murallas, mostrándose una bella sucesión de rincones y cavidades, destacando la cova d’ en Marc, abierta bajo los acantilados, y una pequeña alberca alimentada por un salto de agua, que crea bastante verdor en su regazo. En su recorrido circular el sendero me lleva al Forat de l’Abella, una gran ventana abierta en la roca, apreciándose toda la escenografía de estos mágicos rincones, con toda la realeza de dichas “formaciones geológicas”. Y desciendo nuevamente a la pista para seguir la ruta, y descubro una airosa aguja de inexpugnable figura. Es el Bisbe, que emerge, entre monolitos moldeados por la erosión, en el Racó dels Capellans, formando una singular y enérgica concentración que confieren protagonismo al valle, entre angostas y desprendidas incisiones y hendiduras que entallan estas murallas, donde crece una frondosa vegetación.

Unos excursionistas me llevan afablemente en su vehículo y me dejan cerca de la casa forestal. Bebo en la fuentecilla del blanco edificio, sombreada generosamente por la cohorte de esbeltos cipreses. Tras un corto tramo de subir por la pista, me adentro en el bosque por un sendero señalizado con pintura roja y que comunica con el mas del Barro. Disfruto andando por la espesura, que tamiza la luz del sol. La vegetación es variadísima, entre carrascas, bojes, acebos y pinos, conformando auténticos túneles de verdor. En las diminutas hojas de los bojes el sol bordaba lentejuelas de plata, brillantes.

En un despejado promontorio del inclinado terreno observo con delectación la cresta de las Mirandes, de la que sobresale la Joca, una extraordinaria y redondeada aguja recortándose gallarda sobre los encrespados murallones. La roca está decorada por bandadas de vegetación, escalando por las vertiginosas paredes. Abajo, a los pies de estas grandiosas paredes, se dobla la hondonada con su exuberante selvatiquez.

Retorno por el solitario sendero a la pista. Siguiendo su trazado curvilíneo voy ganando altura. Enfrente se despliega como un anfiteatro majestuoso el cresterío de la Roca Xapada, que integra uno de los recorridos más fascinantes de este valle, donde el sabor de la aventura está garantizado, pasando por el collado de Lloret y descendiendo al Racó d’ en Marc.

Veo gente en la cumbre de un espigado cerro. Y me atrae su figura, dominada detrás por la cima de Caro (1.442 m.), con sus antenas, el techo de todo el macizo, marco de excursiones apasionantes.

Llego ante un allanado paraje, que exalta su verdor. Por aquí pasa el GR-7, que baja del collado de los Pallers. Dirígese a los puntos de interés más cercanos: El collado del Assucar, Casetes Velles y refugio del Mas del Frare.
Cruzando a gusto el amplio llano me encaramo por el dorso del pedregoso cerro, entre oquedades producidas por la intensa carstificación. Al llegar a lo alto compruebo que es un notable balcón, un mirador excelente sobre el barranco de Barretes, acolchado de rocas desprendidas, y el abrupto marco geográfico que se desglosa a los pies del Caro y del Marturi (1.339 m.), alargándose las vistas hacia las tierras del Bajo Ebro y el Montsiá. Abrazado por el sol y acariciado por una brisa persistente, me quedo unos minutos descansando en esta privilegiada atalaya, con abismos bajo los pies, solo en la montaña, admirando su fuerza, su poderosa majestad, su asombrosa belleza…

Con el espíritu engrandecido desciendo hacia el prado. Sigo la estela del GR-7, que sigue un bonito sendero, flanqueado por frondosa vegetación, donde el boj forma verdaderos setos y las flores destacan entre los verdes matorrales. Me encamino hacia la cercana cueva del Vidre y me entusiasma sus grandes proporciones, su gigantesca entrada. El interior se compone de una sala, pero por las muestras que se aprecian -las paredes negras por los fuegos- se trata de una cavidad que ha sido utilizada como refugio, y también como cobijo circunstancial de caminantes, pero creo que tiene un aire enigmático. Varias velas de distinto color evidencian algún ritual o su utilización simplemente como materia para alumbrar. Desde la entrada de este notable recinto natural cautiva la vista al exterior, robustecida con la imagen del Caro.

La tarde se deslizaba lentamente buscando el fulgor del ocaso, mientras mi periplo tocaba a su fin, en el espectacular escenario del barranco de la Vall. Desciendo por el valle dando un rodeo por el collado de Lloret.
